En una pastelería, un señor te dice que eso de los pasteles de Papa Luna rellenos de vainilla es “cosa de modernos” y que lo que aquí se consume son los pastissets, en forma de empanadilla y rellenos de chocolate, naranja, cabello de ángel o calabaza. Y al salir, te topas con el icónico faro, concebido como extensión de la propia muralla en 1892. Una joya arquitectónica que parece velar por un pueblo cuya panorámica se eleva a medida que nos acercamos al plato fuerte de la visita: el Castillo de Papa Luna, construcción sin la que no se entiende la importancia de Peñíscola en la historia y el mundo de los viajes.
Emplazado a 64 metros de altura sobre el nivel del mar, esta obra románica fue construida por los templarios sobre los restos de una antigua alcazaba árabe entre los años 1294 y 1307. Los últimos detalles fueron rematados por el papa Benedicto XIII tras su llegada al palacio papal.
En el interior del complejo podemos apreciar todos los secretos que susurran entre la roca, desde la bóveda del Cuerpo de Guardia hasta la Basílica de los Templarios. Y de nuevo, ¿adivinas? El mar vuelve a sorprenderte al acceder a un Patio de Armas que se despliega entre torres de tantas alturas.
Una escalera que conduce a ese torreón donde hablar a solas con el horizonte, algo de vértigo y, allí abajo, las palmeras flotantes del Parque de Artillería, un conjunto militar formado por túneles, rampas o un delgado pasillo suspendido sobre el vacío azul.
Desde la soledad del torreón adviertes todos los encantos de Peñíscola, sus tejados de ropa tendida, el faro vigilante y los dragones que marchan a otros rincones de los Siete Reinos. El cielo está encapotado, la lluvia no tardará en caer y el Mediterráneo se prepara para respirar en El Bufador.
Solo entonces comprendes que este lugar será eterno porque el mar nunca podrá vivir sin Peñíscola.
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