Estábamos paseando por Goteburgo,
recorríamos los alrededores de la urbanización donde reside mi hija. Unos
minutos antes ella nos había asegurado alguna sorpresa en esta expedición y así
se cumplió.
Bordeando un camino rodeado de hierba apareció
una pared de piedra. Esta anunciaba una considerable antigüedad y unos metros
más allá la sorpresa: una puerta metálica que nos invitaba a seguir un camino
detrás de ella.
A veces abrir puertas nos juega malas
pasadas pero esta vez fue lo contrario.
Cruzamos la puerta y seguimos en camino
que tenia la hierba cortada. A unas decenas de metros apareció la sorpresa, un
precioso cementerio se mostró ante nosotros.
La hierva que rodeaba las tumbas estaba
cortada lo que daba una imagen de actualidad a ese camposanto. La pared que
habíamos visto antes de entrar rodeaba aquel pequeño núcleo de tumbas. Una a una
contemplamos las contemplamos, los nombres, los años e incluso el estilo y el estado.
Yo plasme fotográficamente esas imágenes
verdes, estáticas y hermosas. Mi cabeza me repetía una y otra vez esos
sentimientos encontrados que producen los cementerios. Ese profundo dolor, esa
sensación de angustia y de impotencia cuando se produce el fallecimiento a un
lado y esa imagen hermosa que nos produce el contemplar aquellos sitios.
Lo cierto es que allí se sentía una paz y
tranquilidad increible, la paz que produce ver la naturaleza que nos integra
a todos nosotros tarde o temprano porque al fin y al cabo somos parte de ella…
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