martes, 4 de noviembre de 2025

Iglesia de San Juan de Calatayud

 

El templo fue levantado por la Compañía de Jesús y, en sus orígenes, estuvo dedicado a la Virgen del Pilar. Sin embargo, el curso de la historia quiso cambiar su destino. En 1769, dos años después de la expulsión de los jesuitas, la antigua parroquia de San Juan de Vallupié —una de las más antiguas de la ciudad, nacida en el siglo XII y ya vencida por el tiempo— tuvo que cerrar sus puertas.

Sus feligreses, reacios a perder su lugar de culto, solicitaron entonces la cesión de la iglesia jesuita. La petición fue escuchada, y en 1770 el templo abrió una nueva etapa bajo la advocación de San Juan el Real.

Aún quedaban muros por decorar, y la torre, que hoy se alza con nobleza junto al presbiterio, no sería construida hasta algunos años después, entre 1774 y 1777. Fue obra de Mosén José Jimeno de Ateca, quien la concibió en el estilo mudéjar que daba carácter a la ciudad.

Tres cuerpos la componen: el primero, sobrio, de planta cuadrada y muros desnudos; el segundo, ligeramente ochavado, embellecido con pilastras que enmarcan vanos coronados por frontones curvos; y el tercero, el de las campanas, donde el ladrillo se convierte en adorno y canto. Todo ello rematado por un chapitel bulboso, que se recorta en el cielo con elegancia contenida.

Aunque más austera que las torres mudéjares de Santa María o San Andrés, no les cede ni en gracia ni en dignidad.

El interior revela la mano y el espíritu del barroco jesuítico: una planta de cruz latina, capillas que se comunican como si dialogaran entre sí, y sobre ellas una tribuna que se asoma a la nave central a través de ventanas de arcos gemelos separados por un parteluz.

Las bóvedas de lunetos, ricamente decoradas con motivos vegetales, elevan la mirada hacia un cielo de yeso y luz del que penden pequeños ángeles, suspendidos como pensamientos.

El presbiterio, de cabecera recta, se cubre con una bóveda en forma de concha, una gran venera que recuerda el estilo francés y simboliza el refugio espiritual del alma.

Preside el conjunto un retablo mayor de manufactura bilbilitana, obra del maestro Gabriel Navarro, ejemplo del arte delicado que floreció en los talleres de Calatayud y que extendió su huella por toda Aragón.

Hoy, al cruzar sus puertas, el visitante siente que el tiempo se aquieta.

Las paredes parecen guardar aún las voces de los jesuitas, los rezos de los parroquianos y el rumor de los siglos que han pasado.

San Juan el Real no es solo un templo: es un testigo de piedra que ha sabido transformarse, sobrevivir y seguir hablando con la elocuencia silenciosa de la belleza.




















No hay comentarios:

Publicar un comentario