Una vez, un niño me preguntó qué era una cárcel.
—Un sitio —le respondí— donde juntan a todos los hombres malos para que no dañen a los demás.
Me miró con los ojos muy abiertos, asustado, y tras unos segundos me dijo:
—Pero entonces... ¿se volverán más malos aún, no?
Aquella pregunta, tan simple y tan lúcida, se me quedó grabada.
Las cárceles españolas fueron, sobre todo durante la época del franquismo, un cruel ejemplo de lo que nunca debería ser un modelo penitenciario. La represión de un régimen basado en la violencia y el odio no podía ser menos.
En aquel tiempo se consideraba peligroso pensar, e incluso tener opiniones propias. Por eso, quienes lo hacían eran encerrados en condiciones penosas, aislados del resto para silenciar sus ideas y quebrar su espíritu.
Hoy, cuando veo resurgir partidos que reivindican ideologías perversas, alentados por personas que desconocen —o prefieren ignorar— lo que sufrieron sus antepasados, siento una profunda inquietud.
Desconocen lo que significan palabras como libertad, sentimiento, perdón, tolerancia o incluso respeto.
Son esos partidos, y el cierre en falso de una dictadura que, por diversas circunstancias, no apartó del poder a quienes la sostuvieron, los que hoy amenazan con devolvernos a una España oscura, parecida a la de hace casi un siglo.
Algunas de aquellas cárceles se han reconvertido en espacios culturales y de memoria.
Ojalá que las nuevas prisiones —las visibles y las invisibles— no repitan su historia.






















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