A veces pienso que existe algo parecido a la suerte. Una suerte que va mucho más allá de premios o casualidades, porque a veces se manifiesta en forma de amistades inesperadas, de presencias que nos transforman, de sentimientos que llegan sin avisar.
Quién me iba a decir que, hace ya unos cuantos años, acabaría rodeado de un grupo de mujeres y hombres extraordinarios, gente auténtica, brillante, que ama el arte y la cultura de una forma que solo quien respira lo mismo podría entender.
Son esas almas capaces de emocionarse con un trazo de óleo, con el humilde petalo de una margarita, con una frase escondida entre un millón; personas que dan forma a una piedra inerte, que convierten un sonido en luz, o transforman el silencio en música. Con una guitarra, una batería, un violín, una camara o un ordenador, o simplemente con dos manos, crean eso que solo puede llamarse arte.
Son aquellos que cambiarían horas de trabajo por una sonrisa sincera, que te ofrecen la mano aunque tú creas no necesitarla; tipas y tipos duros y sensibles al mismo tiempo, que siempre están ahí para sostener tus locuras y alimentar tus ganas de crear.
Hoy, uno de esos tipos presenta una exposición ante la cual solo puedo descubrirme. Un trabajo magnífico, minucioso, profundamente honesto —y de eso puedo dar fe— que trasciende la mera sucesión de imágenes. Son fragmentos de una época de nuestra historia que jamás debería haber existido y que, sin embargo, tuvo lugar, dejando una herida que todavía respira.
Estas fotografías no solo muestran: atraviesan. No se miran, se sienten. Y ojalá —aunque cada día lo dudo más— no tengamos que revivir nunca aquello que representan.
Con esta exposición, Pep ha ido más allá. Ha capturado la historia en estado puro, tan viva como sus tonos, tan humana como su mirada. Ha logrado un derroche de pasión y memoria que nos golpea, nos interpela y, sobre todo, nos recuerda quiénes fuimos… y quiénes no deberíamos volver a ser.
